Me encontré
buceando sin la necesidad de tomar aliento en la profunda fosa oceánica iluminada
por la preciosa ciudad perdida. Los acuáticos seres que allí habitaban me
guiaban hacia la superficie alejándome más y más de la luz. Salí del agua y
respiré, pero cuando abrí los ojos me encontraba en una extraña habitación de
hormigón. Olía a muerte, a gas, a putrefacción. Allí me encontré a un hombre
con un bigote ridículo, el pelo lacio y la mirada intensa. Me invitó a salir de
esa estancia para entrar en otra más elegante iluminada por la luz llameante
del hogar. Yo, que lo había reconocido al verle, le pregunté el motivo de la
atrocidad por la que se le conoce, pero él no me contestó, se limitó a sonreír
y se dirigió a las llamas para desaparecer junto a ellas. La habitación quedó
en penumbra y decidí irme. Me acerqué a la ventana donde pude vislumbrar lo que
parecía un barranco infinito. Un pterodáctilo lo sobrevolaba y decidí saltar
sobre él. El dinosaurio me llevó sobre su lomo a través de las nubes, entre
islas flotantes y seres maravillosos. La noche cayó sobre nosotros y note como
mi cuerpo se adormecía, cerré los ojos y cuando los abrí una cama había
sustituido al dinosaurio, ya no estaba ahí, y lloré. La realidad me hizo llorar.
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